Una boda en la Corte

Anda el patio cortesano revuelto con el maridaje de doña Yolanda y don Pedro, como si se tratara de la sorpresa nupcial de una folclórica y un futbolista. Hasta le han sacado a la ministra comentarios sobre su vestido blanco, tan de boda en la playa, bajo un cenador trenzado con flores albas. En Madrid los periodistas hablan y escriben de la brillante jugada presidencial rompiendo la línea de unidad de lo que fue Podemos y fichando a la ministra para ir en coalición con ella, juntar los votos de la izquierda educada y dejar a los excesivos a su triste suerte.

Los periodistas tendemos con demasiada frecuencia a creer que el ciudadano observa los acontecimientos con la misma intensidad con la que lo hacemos nosotros. En general no es así: a veces parecemos polillas inclinadas a dejarnos achicharrar por la luz incandescente del poder, pero la gente no vive de la misma manera: a la mayoría de votantes esos juegos de imagen y protocolo -a los que se dedican con fruición los gobernantes y quienes aspiran serlo- les interesan lo justito. Dentro de ocho meses y poco, cuando toque ir a votar, sólo los afectados (y los afectos) recordarán las algaradas y alegrías del proceso. El común acudirá a votar pensando que no le da para pagar la luz o la hipoteca, que la inflación le ha comido los ahorros de una vida, que tiene un trabajo insoportable, mientras otros se lo llevan crudo, o que ya está bien de jugar con cosas serias, de meterse en la cama de uno, o en la cocina a decirte que comer, o en la forma o el idioma en que quiere educar a sus hijos. Algunos votaran por cómo les vaya, otros por como piensen y muchísimos porque no se fían ni les gusta el que manda o porque se fían aún menos del otro. Dentro de ocho meses y poco, las estrategias, las tácticas, las maniobras y las ocurrencias habrán dejado de tener el valor que ahora les damos.

La recomposición de la izquierda a la izquierda del PSOE ya no será tan determinante: el aislamiento de Podemos, su decisión de resistir el pulso con la protegida presidencial, Yolanda Díaz, o si asisten o no a la nueva representación de su candidatura, esta vez acompañada de todo lo que no es morado… todo eso tendrá menos valor para decidir el sentido último del voto (después de los minutillos de gloria frente al provecto Tamames), que haberse levantado con ardor de estómago, enfadado con la parienta, cansado de hacer horas extras o sin un euro en el bolsillo. En Democracia, la política se mueve en multiversos distintos y no siempre paralelos: el de quienes construyen su realidad basándose en complejas interpretaciones de lo que podría ocurrir y ocurre, quienes psicoanalizan los gestos de Irene Montero tras el Consejo de Ministros, o los que ven todas las noches el telediario de Matías Vallés para reconfortarse con su proverbial retranca… Y luego están esos otros multiversos, mucho más poblados y transitados, intercambiables, de gente preocupada por la cola que habrá al ir a comprar el pan, por si te asalta un quinqui en la puerta al bajar la basura, por las notas de sus hijos o por quién ganará la Liga.

Hace ya algún tiempo que aprendí que la política de la Corte, la política que se hace sobre todo pero no sólo en Madrid, se gesta y emplea a fondo para su propio público, que es –además- el que suele tener su voto más decidido, más seguro. Al otro público, el que mira de soslayo en la tele del bar mientras se toma el cortado, lo que le dice Tamames a Patxi López, o se entera por un meme que le manda un colega de que España ya no está con el Polisario, o de que a partir de ahora habrá que hacer un cursillo para tener un gato o un perro –igualito que para que te case un cura-… para ese público, la política y su lenguaje son incógnitos indescifrables y aburridos, lenguaje de abogados, privilegios de oro macizo que se repiten gobierne quien gobierne, porque los sueldos de ellos –que prometieron bajar- siempre suben,  porque al final se van de Vallecas a vivir en Galapagar y a sus niños los crían con nodrizas y profesores particulares, aunque tiren de coleguillas del partido.

La boda reciente de Yolanda y Pedro es así un acontecimiento vacio y ajeno para el común, porque además, ni la una canta bien La Traviata (que se sepa) ni el otro es un as del balompié, aunque dicen que le daba al baloncesto con cierta elegante finura, porque el chico es alto. Pero en estas primeras elecciones de ahora, las que son ya, cuenta más tu alcalde que la enigmática sonrisa de la Yolanda o el magnífico perfil ateniense del campeón del cesta y puntos. Y eso no lo cambia ni un Tezanos con superpoderes.  Y en las próximas, Dios mediante, de todo esto de las presentaciones, los apoyos, las mareas y los mareos, ya nos habremos olvidado. Y de la boda cortesana, ni te cuento.