¿Un país de vagos?

La Encuesta de Población Activa es un buen instrumento para fijar las tendencias que definen y caracterizan el empleo en España. La semana pasada se publicaron los datos referidos al tercer trimestre de este año, un trimestre en el que el Gobierno ha presumido de excelentes resultados. Cuando la economía y el empleo van bien, el Gobierno se atribuye el mérito, cuando va mal se desentiende. Y en el tercer trimestre, el empleo creció considerablemente: cerca de 210.000 personas lograron colocarse, una cifra muy superior a la registrada en el mismo tramo del pasado año, y superior también a la media de los tiempos previos a la pandemia. Es lógico que todo el mundo se felicite, que el Gobierno se ponga medallas y que los ciudadanos nos alegremos de esta singular recuperación…

Sin embargo, los datos de creación de empleo esconden un problema que sólo siendo muy optimistas podríamos no considerar muy grave, y es que los españoles en edad de trabajar no parecen demasiado interesados en conseguir trabajo. Asombrosamente, el número de empleados de nacionalidad española no sólo no creció en estos tres meses, sino que bajó en cuatro mil personas. Los casi 210.000 nuevos empleos fueron íntegramente ocupados por trabajadores nacidos fuera de nuestro país, ya fueran extranjeros o personas que comparten su nacionalidad con la española. Parece increíble que con un crecimiento tan extraordinario de la contratación, la totalidad de españoles hoy empleados sea inferior a la que trabajaba en el segundo trimestre. Durante los meses de verano, las empresas españolas contrataron a 146.600 empleados de nacionalidad extranjera y 66.600 trabajadores con doble nacionalidad –básicamente sudamericanos-, mientras en el grupo de los nativos españoles se perdián 4.000 puestos de trabajo. Las caídas de empleo de nativos se produjeron fundamentalmente en construcción y servicios –cerca de 50.000 dejaron de trabajar en el sector terciario- y en la agricultura, donde casi 21.000 españoles abandonaron sus trabajos o fueron despedidos. Sólo el sector industrial logró incorporar a trabajadores nacionales, más de 66.000, amortiguando así la catástrofe de los otros sectores. De todo el trabajo creado en España en este período, los nacionales solo eligieron trabajar en la industria y en las entidades públicas que, estas sí, aportaron un ocho por ciento del trabajo total creado, una cifra absolutamente disparatada e insostenible.

La reflexión inmediata es que los jóvenes españoles en edad laboral (y no tan jóvenes) han decidido no hacerlo más en los trabajos que hace unos años eran el motor de la contratación –la construcción y la hostelería- y tampoco quieren mancharse las manos con el ingrato esfuerzo que representa la agricultura, aunque esa no es una tendencia nueva, se observa desde hace ya muchísimos años. Que los españoles quieren ser funcionarios y tener trabajos de prestigio y bien remunerados, no es un descubrimiento. Lo que es nuevo es el rechazo a trabajar en cosas diferentes a la función pública o la industria.

La pregunta que habría que hacerse es qué ha provocado esta creciente desafección. Porque ya no hablamos de puestos de trabajo que se rechazan porque no requieren de ninguna cualificación o están mal pagados: entre los puestos ocupados por emigrantes, la EPA señala la contratación de 11.400 técnicos con estudios. La resistencia de los españoles a emplearse parece tener distintas causas y explicaciones, como todos los asuntos complejos: desde la Gran Dimisión que desde 2020, como reacción a las frustraciones y miedos desatados por la pandemia, afecta de forma creciente a las poblaciones jóvenes del mundo occidental, a la generalización de ayudas sociales que permiten a decenas de miles de jóvenes vivir sin necesidad de asumir las servidumbres e ingratitudes de tener que trabajar.

Hoy es un tabú decirlo, pero las sociedades occidentales se han vuelto perezosas. Se ha perdido completamente el sentido de la dignidad del trabajo, los salarios no crecen al ritmo de los precios, son poco atractivos si se los compara con la caridad pública, cada día más generosa y generalizada, que ha permitido a los Gobiernos crear redes clientelares de ayuda extraordinariamente tolerantes con el concepto de necesidad. Miles de jóvenes –y no tan jóvenes- se han acostumbrado a vivir gracias a los programas de atención, el salario social, el ingreso mínimo vital, las ayudas municipales, los bancos de alimentos o los programas contra la pobreza…

Ya no puede decirse que no hay trabajo: en el pasado trimestre se crearon más de doscientos mil empleos. Y si la EPA no miente, el saldo es desalentador para el equipo de casa. Dentro de algunos años, si cae la política de ayudas generalizadas –y yo creo que ocurrirá, porque es insostenible mantener este sistema-, los jóvenes mantenidos de hoy serán resentidos, gente radicalizada, carne de ultraderecha.