Ante un problema realmente peliaguado –pongamos, por ejemplo, la selección de los proyectos para el reparto de fondos europeos en Canarias- lo que suele hacerse es crear una comisión (o varias) que estudie el problema desde todos los puntos de vista, y aporte soluciones adecuadas. De esa forma, en vez de con un problema, nos encontramos con un problema y con una comisión. Cuanto más grande y complejo sea el problema cuya solución se somete a estudio, mayor deberá ser la comisión, para que así el problema pueda ser realmente optimizado.
Optimizar los problemas, es decir, lograr que el problema llegue a dar de sí todo lo que pueda dar, sacarle todo el jugo, convertir el problema en realmente importante y si ya era importante en lo más importante de todo, en algo global, absoluto, total… ese es precisamente el trabajo que mejor saben hacer las comisiones. Por eso es tan recomendable optar por la fórmula de la comisión siempre que sea posible, porque el problema lo agradece. En Canarias, para el reparto de los fondos europeos se mueven comisiones en todas las áreas del Gobierno. Hay comisiones que ayudan a Fermín a repartir lo que es competencia de Román, y comisiones para ayudar a Olivera a repartir lo que le corresponde a los alcaldes. Y probablemente haya aún más comisiones que aún no conocemos y quizá se conozcan en el futuro.
Pero cuando la fórmula de la comisión no es viable (es decir, cuando el responsable de encontrar una solución al problema tiene un amiguete especialista o una asociada de su despacho que es –pongamos- pareja del director en tu ciudad de una gran empresa multinacional especialista en problemas que requieren comisiones, entonces –por muy paradógico que parezca- se debe optar por renunciar a la comisión, por lo menos al inicio del tratamiento del asunto. Conviene entonces declarar que la atención al problema es “demasiado urgente” y encargar un informe al colega especialista o a la consultoría esa especializada en resolver problemas de los que tradicionalmente resuelven las comisiones –esa que nos han recomendado tanto-, para adoptar acto seguido las decisiones evaluativas pertinentes en función de las conclusiones y recomendaciones del valioso informe emitido.
Las conclusiones pertinentes en función del informe suelen ser de tres tipos, a saber: A.- El especialista o el equipo de asesores no encuentran una solución al problema y deciden, por tanto, que no merece la pena perder el tiempo de las instituciones y los dineros del contribuyente en hacer nada por arreglarlo. (En esos casos, lo mejor que se puede hacer es asegurar públicamente que “el problema sigue sometido a estudio”, y dejar que se pudra mientras se espera pacientemente a ver qué pasa cuando eso ocurra, tomando mientras se espera unas cervezas bien frías). Eso conclusión es poco frecuente, porque la mayor parte de los consultores prefieren un Macallan triple cask matured 18 years old, de 320 pavos, a cualquier birra de grifo. Por eso, B.- El problema tiene arreglo, pero el arreglo del problema crea otros problemas de difícil arreglo.
Entonces se solicita al mismo especialista o consulting nuevos informes sobre la solución de los problemas que se crearían si intentamos superar el problema originario, o se establecen nuevas comisiones. Y C.- El problema puede arreglarse sin crear nuevos problemas, pero hacen falta más comisiones de las previstas, y eso cuesta más de lo que el organismo que ha solicitado el informe está dispuesto a pagar por arreglar un problema. Entonces lo que suele hacerse es declarar que el problema sometido a estudio no es tan complicado de resolver como parecía al principio, y que -en realidad-, sólo es consecuencia de que quienes sufren más directamente el problema -que por otra parte no existe- no supieron establecer en su momento las comisiones adecuadas o contratar las consultoras convenientes.
Y entonces lo que suele ocurrir es que o te das prisa en resolver rápidamente el problema (repartir los fondos, por ejemplo) o llega alguien más vivo desde otra área del Gobierno y te levanta el problema con comisión y todo.