Con la cachimba humeante o el cigarrillo de hebra pegado a los labios, enjuto, casi frágil, siempre desaliñado, siempre enfundado en un jersey de punto, con aquél pelo largo y canoso sin mucho recuerdo de peine, la mirada acuosa pero pícara, la palabra fácil y el gesto seguro. Coincidimos cuando ya había soltado el parte de la radio y la corresponsalía de la tele en El Hierro, pero aún se recordaban aquellas crónicas arameas que eran el único vínculo de la isla con el mundo. Era por entonces yo un joven más imbécil que radical, instalado en la banalidad de mis certezas revolucionarias, y él un viejo taimado y pendenciero que ya creía en pocas cosas, pero disfrutaba en la pelea. Se sentaba con su grupo de jubilados en una de las mesitas del Kiosco la Paz, y yo en otra con mi cuadrilla de troskistas de salón. Espalda con espalda, retazos cambiados de conversaciones absurdas e imposibles, un día acabamos por juntar las mesas y compartir garimbas y cortaditos leche y leche, y todos los días que siguieron fueron así, durante un par largo de años. Le tirábamos de la lengua con pretensión diletante, pero no le gustaba hablar de El Hierro: parecía mantener una oscura pendencia con su propia personal trayectoria de cronista único. Pero a todo lo demás sí le daba: de Dios y su ausencia, del rey y la republica, de la izquierda posible y la derecha obvia, del nacionalismo de entonces, aún no domesticado por la subvención y la moqueta, de las mujeres de hoy (hoy ya de ayer), de literatura y chafarmejas, de los viajes que no hizo y de los grandes expresos siberianos. Sabía fingir que sabía de todo, y eso nos llenaba nuestras tardes sesteras, pasadas por él con un sólo café solo, que remataba ya entrando la anochecida con quizá dos tragos, justo dos, de una única cerveza. Rijoso como una sabina, escurridizo como un lagarto salmoriano, a veces implacable como el hambre de siglos de la isla y otras grumoso y dulce como una quesadilla, el viejo se reía de nuestra desafiante juventud con una crudeza que a veces podía antojarse incluso vil y salvaje, pero que era –lo se ahora- ni más ni menos que una antigua forma masculina de ternura…
Machín
