Al apostar por un acuerdo con Román Rodríguez, Ángel Victor Torres debió pensar aquello de que París bien vale una misa. Es la misma reflexión que llevó al rey Enrique IV, tras disfrutar del París de su alma durante unos años, a perder la cabeza a manos del exaltado católico Ravaillac, un tipo curioso, al parecer muy amiguete de la obesa esposa de su majestad. La desventura de aquél borbón calvinista y putañero demuestran que hay misas que cuestan por lo menos tanto como valen. Hay misas en las que es conveniente abstenerse de oficiar…
Torres sigue sin creerlo así: respondiendo al legítimo deseo de instalarse en el poder regional, el secretario general socialista decidió oficiar la única liturgia que la matemática electoral le permitía, y haciéndolo montó una operación política que sin duda será recordada en el futuro como hija tanto de la oportunidad y de los errores de la derecha. Torres cedió mucho para ser presidente: a Curbelo, convertido por aquel entonces en enemigo acérrimo del PSOE gomero, le dio todo lo que Curbelo le pidió en La Gomera (ejem, habría que decir: incluso Valle Gran Rey), más Turismo, Industria, Comercio y Vivienda, además de un puestito de consolación en la tele canaria.
A Podemos le dio un problema –Servicios/derechos sociales- y un bombón envuelto en papel de plata –Cultura-. Pero a quien realmente le dio la caja y la llave de la caja fue a Román Rodríguez, pleniponteciario dueño de las grandes decisiones, recursos, búnkeres y fondos europeos y dueño y señor del modelo mixto público/ privado y su colección de enjuagues. Román empezó discretamente a sacar pechito como vicepresidente, e hizo luego lo que suele: dejar la intendencia en manos de Fermín, y centrarse él en organizar la logística del reparto de canonjías, que es lo que realmente le pone. En eso –más que en cualquier otra cosa- ha ejercido como califa en lugar del califa, todo el tiempo que ha podido.
Esa es la peor misa que le toca tragarse entera a Ángel Víctor Torres, que es quien lee los sermones, paga a los monaguillos y al sacristán, y asume lo de multiplicar los panes y los peces para que todos se queden contentos. Román, mientras, se encarga de pasar el cepillo y dar las gracias.
Así, ocurre que el París por el que Torres se decidió a concelebrar la misa de un gobierno paticojo puede quedarse reducido a las largas digestiones del palacete de Rafael O’Sannahan. Eso no es poco para Torres, que es capaz de sentirse bien incluso cuando le duele la cabeza, si tiene al fiel Ricardo Pérez al lado. Pero quizá sus colegas de partido, (y entre ellos alguien como Chano Franquis, que de oficios santos entiende), cuando sufran los primeros síntomas del siroco, piensen que esta misa les cuesta así como demasiado cara, si de lo que se trata es de rogar por la salvación de una única alma. Demasiado cara.