Memoria

Tengo edad suficiente para creer que cualquier tiempo pasado fue mejor, al menos para mí. También lo creyeron mi abuela y mi padre al cumplir mis años. Mi abuela vivió la llegada de la luz eléctrica a su casa. Y mi padre, treinta años después, la instalación de un teléfono de molinete que yo también llegué a ver –ya sustituido por otro de bakelita negra- arrumbado en algún lugar de la casa familiar. Fui testigo -con mis ojos de niño asombrado- de la llegada a nuestro piso, de un televisor Marconi, instalado bajo un tapete de ganchillo en el salón de casa, y frente al que nos reuníamos todos para ver ‘Daniel Boone’, ‘El virginiano’, ‘Bonanza’ y ‘Viaje al fondo del mar’.

Mi abuela hablaba poco, era de rezar en voz baja y de estar siempre haciendo algo. Zurcir, coser, ordenar papeles, hacer cuentas… quedó viuda demasiado pronto, y había cosas que le importaban mucho pero de las que no hablaba casi nunca: no hablaba de mi abuelo, pero de vez en cuando se le escapaba un suspiro quejumbroso -¡Ay, Paco!-, levantaba un poco la vista y seguía a sus cosas. Tampoco hablaba de la guerra, detestaba hablar de la guerra, y cada vez que yo le preguntaba me silenciaba con una mirada mezcla de tristeza y desafío. Nunca conseguí sacarle una palabra. Para ella la guerra fue su catástrofe personal y lo que vino después fue el olvido, y con él la redención. Su marido, militar en zona republicana, fue privado de empleo y rango, pero era un tipo listo, tenía amigos en el Ejército y acabó haciendo fortuna construyendo cuarteles.

A mi padre no le importó nunca hablarme del pasado: cuando empezó la guerra tenía ocho años y vivía en Albacete, donde triunfó la sedición, que mantuvo la plaza –un nudo ferroviario estratégico- durante una semana. Mi padre recordaba el bombardeo de la aviación republicana, pero en realidad fue uno de los ocho que protagonizó la Legión Cóndor contra las Brigadas Internacionales que se instalaron allí. Mi padre guardaba de sus años de infancia la memoria del silbido de las bombas y las explosiones, y la imagen de un miliciano en mono azul, con la cabeza abierta y los sesos desparramados por la acera. Recordaba una iglesia profanada y las lágrimas de horror de mi muy católica abuela, y su miedo.

Yo no tengo ninguno de esos temores: cumplí mis 18 unos días después de morir Franco, y de aquella España apenas recuerdo una carrera de estudiantes en la calle, perseguidos por los grises a caballo, y a Massiel, vecina en el piso de arriba, ganando Eurovisión. Algunas noches escucho aún el ruido del sonar del submarino Sirius en la tele… Pero mi memoria, más allá del olor de mi madre y las estrellas del desierto en que vivimos, empieza con la Transición, sus riesgos y turbiedades, la llegada de la democracia, la política como compromiso y aventura y el cambio del país que protagonizaron aquellos pibes unos años mayores que yo, con sus trajes de pana. Creí -como casi toda mi generación- que por fin le habíamos ganado la partida a la maldición de nuestra Historia. Fue un pensamiento mágico, como el de estos de ahora que creen que el mundo va a cambiar para siempre porque gobiernan el BOE. Era hermoso pensar que habíamos vencido al odio y la revancha, y que los demonios españoles estaban por fin enterrados. Pero no era verdad: hace unos pocos años, decidimos desenterrarlos (es literal, en algún caso), y el país volvió a sus viejas zozobras, al pulso entre rojos y azules o la ruptura entre centro y periferia, y alumbró conflictos nuevos, entre hombres y mujeres, o entre gentes de dentro y gentes venidas de fuera.

Vivimos ahora un tiempo de impostura, un tiempo de virtualidades en el que creemos que es más valioso lo que anhelamos, que lo que nos ocurre, un tiempo en el que creamos todos los días fronteras para la mente hechas de intransigentes certezas, trazamos líneas rojas sobre nuestros caminos, buscamos culpables en todas las derrotas, y apuntalamos una memoria irrefutable y obligada –por tanto impuesta- que ni existe ni debe existir, y a la que atribuimos  pomposamente ser la Memoria de la Historia, cuando sólo es memoria del poder. Un poder que establece los recuerdos que debemos sentir como propios -también a golpe de decreto-, y lo hace adaptando el pasado a las consignas y conveniencias del presente.

Siempre es así, siempre ha sido así. Pero la memoria colectiva es un invento, una ingeniería de las naciones. La única memoria digna de ser reivindicada es la del recuerdo vivido: los colores y sabores de la infancia, los primeros atardeceres en compañía, el vértigo del amor, la alegría de aprender, la sonrisa sin trampas de los hijos, el dolor por la pérdida y el miedo a reincidir en el fracaso. Y hasta esa memoria íntima puede ser –también- fruto de esas mentiras que nos contamos. Para hacer más habitable la vida.