La burbuja de lo público

La mayoría de los políticos ya saben que el sistema de pensiones no aguanta, que el déficit sube mientras baja el PIB, y que habrá que devolver las deudas de una forma u otra

En Canarias hay ya 279.000 parados, que representan a la cuarta parte de su población activa. A esa cifra habría que sumar los miles de trabajos que no existen, camuflados por los Ertes, algo menos de 85.000 trabajadores. Y a todos los desempleados que –a pesar de no trabajar- ya no se consideran parados. Son aquellas personas de 16 años o más que no trabajan, pero además han dejado de buscarse un curro durante el mes anterior a ser encuestadas. Las personas desempleadas que no buscan activamente empleo (ya me dirán que posibilidades de encontrar empleo hay en estos momentos) han pasado a ser consideradas ‘inactivas’ en lugar de ‘paradas’.

         En cualquier caso, no hace falta contar mucho para ser consciente de que la situación es un desastre: ya hemos sobrepasado las cifras considerada como ‘imposibles’ hace apenas unos meses. La reflexión obvia es que la situación a la que se ha llegado en Canarias es insostenible. A pesar de ello, lo más chocante es que –con la excepción de los sindicatos –que amagan ritualmente con revueltas que son incapaces de mover y huelgas generales que sólo seguirán algunos empleados con contratos seguros- el empleo no parece ser aún hoy la primera preocupación de nadie en las islas. Vivimos instalados en la fantasía de que los Ertes durarán tanto como haga falta, y de que cuando la vacuna consiga domar la pandemia, las cosas volverán a ser como antes. No es cierto, y no lo es para nadie: pero en esta región parece que vivan dos sociedades completamente disociadas, incapaces de entender que lo que afecta a unos acabará por afectar a todos.

Una de esas ‘sociedades’ es la que integran esos 300.000 parados y sus familias, cien mil de ellas destruidas por la pérdida de trabajo de todos sus miembros. Son gente condenada a vivir sin expectativas de conseguir un nuevo empleo, acudiendo a los bancos de alimentos a la espera de los salarios sociales, las pagas extras de doña Noemí, las ayudas para el alquiler o la luz, o –en el mejor de los casos- de los ahorros de ellos o de algún pariente generoso. Es la gente que ha disparado el consumo de alimentos de marcas populares, y que cuenta los días que faltan para cobrar el subsidio. Cada vez más confundida con los que ya lo han perdido todo, están también quienes viven pendientes de empleos precarizados por la situación de crisis, autónomos sin ocupación, pequeños comerciantes, empleados de minúsculas empresas, dependientes, trabajadores sin garantías de continuidad, que –muy probablemente-, ya han experimentado reducciones salariales (camufladas como reducciones horarias) o acumulación de retrasos en el cobro del salario.

La otra sociedad es la pública y oficial, integrada no sólo por los políticos y dirigentes que se suben los sueldos mientras miran desde la distancia caer a tantos, sino también por los empleados de todas las administraciones, las empresas públicas, la atención sanitaria, la educación, la justicia, los servicios sociales, la seguridad, quienes gestionan el mantenimiento de las grandes redes e infraestructuras, esos miles de personas que no han visto reducir sus ingresos a pesar de la pandemia y la crisis y que –gracias a la caída de precios e hipotecas- hoy disponen de más capacidad de gasto que hace un año. No son en absoluto culpables de nada, ni puede decirse que estén instalados en la opulencia, porque nunca lo estuvieron, pero aún se manejan desde la ficción de que todo sigue y seguirá igual ocurra lo que ocurra. Poseedores de un empleo estable –y garantizado por el Estado- funcionarios y empleados del Estado y sus corporaciones no se plantean que la última burbuja que va a pinchar en algún momento, no mientras dure esta crisis, pero si cuando haya que empezar a pagarla, es el hinchado globo de lo público. Sólo aquellos a los que la crisis ha tocado más directamente, quizá por el zarpazo de a muerte o la pérdida de empleo de un familiar, parecen conscientes de que ni siquiera sus salarios y sus trabajos están seguros si esta crisis dura mucho más tiempo.

         La mayoría de los políticos ya lo saben. Saben que el sistema de pensiones no aguanta, que el déficit sube mientras baja el PIB, en una relación fatídica, y que habrá que devolver el dinero de Europa de una o de otra forma. El que Europa nos preste, pagando las cuotas del crédito, y el que dicen que nos llega gratis, pagando la deuda (o el encarecimiento de las cosas) primero nosotros y luego nuestros hijos y nietos. Aunque nadie se atreva a decir que eso es lo que nos espera. No se nos dice desde el Gobierno de Pedro Sánchez, empeñado en sus batallas de humo y en vendernos su heroico relato de combate contra la enfermedad y la miseria. Entregado al más triste autoconsuelo, que es el de la mentira. Y aquí, en Canarias, en el territorio más castigado por el paro, la desigualdad creciente y la pobreza, los políticos nos hablan de la recuperación, la solidaridad, las ayudas, el “nadie quedará atrás”, el compromiso de todos, el rebote que viene y lo que diablos sea: lo que se hará cuando derrotemos al virus, lo que ocurrirá cuando la economía vuelva a ser bendecida por el turismo y recupere su pulso. Llenándonos la cabeza con ideas tan cándidas y tan fuera de plazo como esa tan reiterada del rediseño del modelo económico.          Me pregunto qué piensa el último parado –esa entelequia estadística, que esconde una realidad horrible hasta 300.000 veces repetida- cuando escucha los discursos de quienes prometen salvar Canarias de la enfermedad y de crisis, “antes que las demás regiones”, “en mejores condiciones”, “con unidad, trabajo y esfuerzo”.   Sospecho que los que han perdido sus empleos (o temen perderlo) no se creen ya nada. Nada de nada. El miedo vence a la confianza, y la sociedad de los crédulos se achica. Es para los que viven de lo público -los últimos que se creen protegidos en la burbuja del Estado-, para quienes se escriben los discursos.