Toda la segunda planta se quemó, pero no toda de la misma manera. El dormitorio más alejado del inicio del fuego fue el nuestro, y además quedó con la puerta de la terraza abierta. El fuego entró en él con prisas y poco tacto: carbonizó el gran espejo modernista salvado de tantas guerras, y partió el calor su luna biselada, hollinó los armarios, quemó el sofá, las lámparas y los libros de las estanterías altas. Al gran Buda durmiente le tiñó el oro de negro y le abrasó los pies. Pasó sobre la cama, quemó el edredón y las cortinas, pero detrás de la cama, en la parte más baja, olvido seis estantes. Allí se salvaron algunos pocos libros. Algunos míos, entre ellos una docena de ediciones diferentes de ‘El Príncipe’, en italiano y español, más ‘Las Décadas’, la ‘Historia de Florencia’, cinco o seis biografías de don Niccola y el ‘Diálogo en los infiernos entre Maquiavelo y Montesquieu’, que nunca sé porqué diablos lo tengo al lado de lo del florentino, y no con los autores franceses. Ahora que lo pienso, creo que está allí por desidia: hace siete años, me pidieron en la Biblioteca Municipal de Santa Cruz que diera una conferencia en un ciclo sobre libros prohibidos o malditos y elegí el de Maurice Joly. Lo llevé a la biblioteca para enseñárselo a los veinte amigos que fueron a la conferencia, y a la vuelta acabó en la estantería de detrás de la cama, junto a los de don Niccola. Eso le salvó de ser hoy cenizas y yo que me alegro: es un libro fascinante, algún día te contaré su historia, que es incluso más interesante que el propio libro.
Además de esos pocos míos, se salvaron cinco estanterías completas de novelas de Piyi. Lo cierto es que compartimos biblioteca; yo vampirizo todos los libros que me pasan cerca y se dejan, pero hay un protocolo con condiciones muy claras: cuando ella termina de leer un libro, puedo pasarlo al lugar que yo crea que le corresponde. Pero mientras no lo ha leído, exige mantenerlo al lado de la cama, hasta que lo haga. Luego me lo entrega, y el libro leído desaparece en las tripas de mi Leviatán de papel. Piyi devora sus novelas con un hambre ecléctica de lectora sin orden ni prejuicios. Compra sus libros de forma compulsiva, fiándose de su instinto lector y según sus estados de ánimo, pero sólo compra los libros –casi siempre novelas- que sabe con certeza que va a leer. Y lee muy rápido: a veces hasta dos o tres novelas por semana. Me sorprendió despachándose ‘Vida y Destino’ de Vasili Grossman en apenas doce días. Yo llevaba intentándolo varios meses y aún no había podido con él cuando se hizo humo. Al principio, los libros de Piyi pendientes de lectura ocupaban un pequeño espacio sobre la mesilla de noche, al lado de la cama. El espacio se convirtió poco a poco en dos pequeñas torres, que buscaron hueco en uno de los estantes, y luego en un segundo y por fin en un tercero y un cuarto y un quinto. Precisamente los únicos que resistieron el fuego, el calor y el humo. Milagrosamente, como homenaje a la modestia del lector auténtico, ése que más aún que a los libros, ama la alquimia secreta que produce en nosotros la