26. La letra A en lengua inglesa

Hoy hace justo un mes, pero no voy a celebrarlo. Han pasado sólo treinta días y tengo la sensación de que han pasado años. Pero es sólo eso, una sensación: aún sueño todas las noches con el fuego consumiendo los libros, y cuando me despierto descubro que hay humo en la habitación y me asusto hasta que me doy cuenta de que sigo soñando. Las primeras noches me costaba volver a dormir, pero ayer ni siquiera me desperté: me acerqué pausadamente al origen del incendio, y descubrí que el fuego de los sueños sólo quema en sueños, y no duele más que en ellos. Me senté tranquilamente en las escaleras, rodeado por el fuego y el humo para ver arder la primera estantería de literatura en lengua inglesa –letra A-, tomándome un vermú rojo con una aceituna.

De verdad fue un espectáculo: vi arder todo Auster, consumiéndose pausadamente, como un cigarrillo comprado en un estanco de Brooklyn, una canción desgarrada de Tom Waits o el sonido de la teclas de una vieja Olimpya portátil. Y vi arder a Asimov en el horno subatómico con sus robots y fundaciones, los premios Hugo y Nebula, la historia universal del mundo, sus lagartos terribles y sus electrones libres. Y a Martin Amis: el fuego lamió impúdicamente ‘El libro de Rachel’, saltó juguetón a ‘Campos de Londres’, y luego brincó hasta ‘La casa de los encuentros’. Lo calcinó todo con rapidez y método, excepto ‘Koba el terrible’, que tardó mucho más en prenderse, protegido detrás del telón de acero por las poderosa cubierta de ‘El bigote del biógrafo’, que escribió Kingsley, el padre de Martin. Y también vi como ardían con humo de pinos y eucaliptos las ‘Confesiones de un bárbaro’ y el ‘Desierto solitario’, los dos libros del guardabosques Abbey: de nada le sirvió armar guerrillas ecologistas para salvar sus montañas de Utah del fuego inagotable del desarrollo. Por fin sucumbió, como todos los de la A, incendiando en un fulgor de oros y rojos los libros de al lado mismo.

Me dejé llevar por la nostalgia escuchando el crepitar de las hojas neoyorquinas de John Ashbery: “Cada uno es verdad un pedazo único, / tú lo dijiste, o, quizás, cada uno / es un pedazo verdaderamente único. / Huelo la diferencia. / Es como el polvo en una casa vieja, / o el agua de ella. Entonces llegas / a un lugar emocionante.”

Las llamas prenden cantarinamente la obra de Margaret Atwood y se encienden una a una ‘La mujer comestible’, ‘El cuento de la criada’, ‘El asesino ciego’ y ‘La maldición de Eva’. No me muevo ni un milímetro mientras arde con música ‘Érase una vez’. Desearía salvar ese libro, pero estoy soñando con mi vermú en la mano y sé que no puedo rescatar ni uno solo del fuego. No puedo salvar ni siquiera ‘Orgullo y prejuicio’ de Jane Austen, para que Carlota lo termine de leer y su voz perfecta y precisa, llegando de un mundo perdido de talento, contagie siquiera alguna tarde a mi hija, ni  puedo salvar los libros de Eric Ambler y Brian W. Aldiss, que me llevaron desde los sótanos de una casa protegida de Berlín hasta los límites de Heliconia, ni puedo salvar ‘Una muerte en la familia’, o ‘La Reina de África’ o quizá ‘La noche del cazador’,  de James Agee o ‘¿Quién teme a Virginia Woolf?’ de Edward Albee…

Contemplo en silencio como el fuego se reparte serenamente por los lomos de la letra A, los mima y consume, acaba para siempre con ellos, y entonces –ha pasado un mes, sólo un mes, ya un mes- decido que aún puedo seguir durmiendo y soñando unas horas. Entonces me sirvo un segundo vermú, acaricio con la mirada las ‘Crónicas marcianas’ de Bradbury y ‘Los placeres terrenales’ de Burguess y le pido a este fuego soñado que me ilumine de nuevo y encienda para mí la letra B.