La casa de Galcerán ya huele a humo. Llevamos aquí unos pocos días, sólo hemos traído ropa nueva, recién comprada, o lavada cien veces, nada de Las Mimosas, pero la casa huele ya a chamusquina tanto como nosotros mismos. Es un olor que acompaña durante meses a quienes han pasado por un incendio.
En estos días he conocido –siempre por casualidad- a un montón de gente que ha sufrido incendios más o menos grandes en sus casas y siempre te dicen que una vez pasado el susto y después de aceptar las pérdidas, lo más duro es la presencia del olor a humo, que se instala durante meses. La gente suele ser muy educada y no te dice ni pío, pero a pesar de vivir envuelto en ese humo las veinticuatro horas, hay momentos en que de pronto se hace realmente insoportable. Quizá sólo lo sea para quien lo huele a todas horas. Pero me sorprendo a mí mismo ofreciendo excusas a todo aquél con el que me encuentro. Cada vez que llego a un restaurante, o entro en un ascensor con gente que no conozco, o me tropiezo con alguien en la calle, me dedico a escrutar alrededor cualquier atisbo de percepción de mi propia chamusquina. Si lo detecto, busca la forma de poder contar en un par de frases que soy víctima de un incendio.
El otro día fui a Hacienda, a ver de qué iba la citación que recibí apenas unas horas después del incendio. Al final resultó ser sólo un desacuerdo con los gastos de colegiación. Perdí la mañana entera esperando en una sala con mi número en la boca. Un aburrimiento atroz, y no me había llevado ni el periódico. Por suerte me tropecé con Petra, la madre de Pedro Navarro, un buen amigo informático al que también se le incendió la casa hace un año. Me cuenta que Pedro optó por dejar que todo se lo arreglara el seguro, y que el seguro mandó a gente que limpió uno a uno los muebles, los cuadros, los libros ahumados, los programas de ordenador… (me imagino a los de mi seguro ocupándose de eso y me entra la risa), y me dice también que el olor a humo tardó en irse meses, y antes de irse contagió su casa, la casa de los padres de la mujer de Pedro y el local de la empresa familiar dónde trabaja su hijo…
Mientras la escucho, comienzo a elaborar mentalmente la teoría de que el olor a chamusquina no desaparece nunca, sólo se reparte poco a poco entre los lugares por los que uno se mueve. Mientras pienso en ello, nos llaman a Petra y a mí al mismo tiempo. Ya era hora.
Cuando me siento frente a la mesa número 9, tengo la sensación ya familiar de que la funcionaria que me atiende me mira raro. Me ha pedido las facturas de la Asociación de La Prensa. No tengo ni idea de dónde pueden estar: “Es que se quemó mi casa”, le digo. Y ella, sin levantar siquiera una ceja (los inspectores de Hacienda reciben entrenamiento secreto en los antros de tortura del Mossad para no compadecerse por nada ni por nadie): “Es verdad, aún huele usted a humo…”
Dejo el edificio y llamo a Juan Galarza para pedirle copias de las facturas de la Asociación. Lo hago con la pueril satisfacción de no haber dejado en las arcas del Estado nada más que un poco de humo…