Por fin nos llegó el libro de Rafael Arozarena, su tercera novela, ‘Los ciegos de la media luna’, una edición de 1500 ejemplares. Benita me bajó los primeros desde el depósito. Fue uno de esos momentos especiales tejidos con sentimientos muy encontrados. Pocos días después me llama Pedro Doblado, el abogado de Rafael, para hablar del asunto de los contratos. Me pilla en el jardín, limpiando los armarios chinos bajo una lluvia fina y perfecta que me ahorra usar la manguera. Aprovecho para dejar el trabajo un rato: le cuento del incendio y Pedro se queda pasmado. Quedamos en hablar después del acto de presentación y nos despedimos.
Llamo entonces a María José y hablamos un buen rato de de la tercera novela de Rafael, y de lo importante y necesario que es que todo salga bien, el acto de presentación, la distribución, la acogida en los medios, la promoción en librerías. Rafael ha hecho un enorme esfuerzo para dializarse por la mañana y que podamos presentar el único día libre antes de Nochebuena en la sala Acento. Se merece un bautizo entrañable y especial.
Quedamos, pues, para tener una reunión de todo el quipo al día siguiente. Cuando cuelgo el teléfono me viene a la mente una de las frases más conocidas de Borges: “Que otros se precien de los libros que han escrito. Yo.me precio de los que me ha sido dado leer”. Pienso en mis libros –los de los otros, los que ni han ardido ni pueden arder nunca- y parafraseo mentalmente a Borges, cambiando en su sentencia “leer” por “editar”: con la edición de ‘Los ciegos…’, Idea completa su catálogo fetasiano, el primer reto con Alfonso, hace ya cinco años.
Siento como me hincho lentamente bajo la lluvia, como un globo de feria. ¿Será éste insensato régimen posapocalíptico de atún y mandarinas? Sólo un par de segundos más tarde, siento el escozor caliente del sonrojo y recupero poco a poco mi tamaño natural y aun así excesivo. Vuelvo con más desgana que modestia zen al estropajo y al jabón. Es lo que hoy toca.
El miércoles, nada más volver de las Palmas, cansado y agobiado por las prisas y el estrés tan fácilmente asimilados tras los primeros días, llego casi puntual al Corte Inglés, saludo a todo el mundo –Pili ha traído incluso a mis padres- y me siento medio escondido en la última fila de la sala. Escucho a Domingo Luis explicar su último esfuerzo, interpreto como puedo el lenguaje de Isaac de Vega, extraviado por el silencio de años, oigo su poderoso canto de amistad y sigo después con atención de buen alumno la presentación de Juan José Delgado. Lee Juanjo un antiguo poema de Rafael y usa sus versos para tender un puente desde esos versos hacia Jusuf el feciano y su búsqueda del conocimiento iluminada por la ceguera. Juanjo conoce la obra de Rafael e Isaac probablemente mejor que ninguna otra persona en el mundo. Ha dedicado a estudiarla, a estudiarlos a ellos dos –los venera- casi toda su vida.
Vuelve a ‘El caballo blanco del poeta ciego’ y nos repite unos versos de hace casi cuarenta años que yo siento escritos para mí justo ayer: “Ya no serás ceniza / cuando la inmensa hoguera del poniente / de nuevo resplandezca”. Joder… Juanjo habla de profecía y promesa, vida nueva, transformación, renuncia, renacimiento y resurrección.
Aún tengo los pelos como escarpias cuando Rafael acaba de darnos las gracias y todos le aplaudimos el genio, la voluntad creadora y el afecto. Luego nos vamos.