Me gusta llegar con un poco de tiempo al aeropuerto de Gando y pasarme por la librería. Siempre sigo el mismo ritual. Miro los libros de ensayo y las novelas, instaladas en la entrada, en dos expositores de mesa. Oteo con suficiencia de entendido las novedades y a veces cojo algún libro, pero no es muy frecuente. Por algún motivo que nunca me he parado a explicarme, prefiero comprar sólo libros de bolsillo en el aeropuerto. Me planto frente al expositor de pared que recorre la librería en toda su parte derecha y busco entre los títulos paperback de Punto de lectura, De Bolsillo, Zeta, y desde hace poco también de la nueva Bruguera. Pero lo primero que miro siempre es la marca naranja de los libros de historia en las ediciones baratas de Booket. Si encuentro alguno que no haya leído de Antony Beevor, lo compro: cada vez me gusta menos volar, y en el avión me relaja mucho leer esos ensayos tan bien escritos sobre la Segunda Guerra Mundial, sus portentosas descripciones del sufrimiento civil, la narración precisa de las intrigas en los Estados Mayores, los episodios de heroísmo individual, las andanzas del espionaje militar y el catálogo humanizado de las infinitas bajas de aquella matanza. Al leer a Beevor, siempre en mis aviones, pienso que si fallan los motores una baja más no importará a nadie demasiado.
Nunca compro más de un libro o dos en la librería del aeropuerto. Ni en los grandes almacenes. Es un prurito viejo de un lector viejo: sólo nosotros podemos retrasar el desahucio definitivo del librero. Pero hoy no estoy en eso, sino en decidirme por algo. Se perfectamente que voy a comprar mi primer libro desde el día de la gran cremá y la percepción de que he retrasado voluntaria y conscientemente el momento me resulta dolorosa. Se muy bien lo que me ocurre: no se que elegir ni por dónde empezar. ¿Repongo algún libro ya comprado y no leído? ¿Alguno de los que quisiera volver a leer sólo porque ya no los tengo? ¿Inauguro el futuro con alguna exótica y misteriosa inconsistencia? Estoy dando vueltas por los estantes, cogiendo y soltando un libro cada vez, cuando aparece Lourdes, con destino Tenerife. Anoche quedamos en volar juntos y aprovechar para charlar, pero no estaba muy seguro de que ella lo recordara. Cuando llega, tengo un libro de Andrés Camilleri en las manos: ‘Vosotros no sabeís’ la respuesta del más popular de los escritores de Italia al sorprendente éxito de ‘Gomorra’, la novela coral de Roberto Saviano sobre la camorra napolitana, trasladada impecablemente al cine por Matteo Garrone.
‘Vosotros…’ parece un libro sorprendente: un singular y riguroso diccionario de términos y voces mafiosas, que le sirve a Camilleri para contarnos la vida y pecados de Bernardo Provenzano, capo de la mafia siciliana detenido en la primavera del 2006 en una casucha a las afueras de Corleone.
Me resulta inevitable explicarle a Lourdes de qué va el libro que aún no he decidido comprar, pero que acabaré comprando, y al hacerlo acabamos hablando de los últimos que ella ha leído. Es estupendo charlar de libros con una persona inteligente, aunque no le interesen las mismas cosas que a uno: me cuenta del último Murakami leído, y de cómo sucumbió a ‘Tokio blues (Norwegian Woods)’ y a ‘Kafka en la orilla’; crítica el nuevo Ruiz Zafón, que no tiene el encanto del primero; y me señala sobre una mesa ‘La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina’, el segundo novelón de la trilogía Milleniun, cuya tercera parte entregó el sueco Stieg Larsson a su editor pocos días antes de morir a los cincuenta años de un ataque al corazón. ‘La chica que soñaba…’ y ‘Los hombres que no amaban a las mujeres’, se han convertido en el nuevo éxito internacional de la literatura en lengua sueca.
Me decido a comprarlo, dudando si el primero se salvó del fuego, y ya camino de la caja, con mis dos libros en la mano, me tropiezo sin esperarlo con la mirada huidiza y triste de Firmín, la rata culta que aprendió a leer masticando páginas de libros en el sótano de una librería de Boston: una conmovedora fábula de Sam Savage sobre el poder redentor de la lectura y los efectos humanizantes de una dieta rica en literatura. Lourdes no lo ha leído: después de un minúsculo forcejeo, acepta que se lo regale. Y al final, tras quince días de dudas, es el de Lourdes el primer libro que apunta la chica de la caja, el primero que compro después del desastre. Puede que ella crea que es al revés, pero Lourdes me ha hecho un regalo…