Me estreno en la normalidad con un viaje a Las Palmas. Parece fácil pero tiene sus trucos: después de un millón de lavados, centrifugados y tendidos, toda la ropa –incluso la nueva- sigue oliendo a chamusquina. Es un olor distinto al de una barbacoa o unos fuegos. Más ácido. Busco una corbata, pero descubro que no tengo ninguna. En la oficina guardo una de Los Picapiedra que me regalaron las niñas un cumpleaños, hace ya muchísimo tiempo y que no me he puesto jamás. También una con caballos del palio sienés, que le robé a Julio Bonis una noche mil años atrás. Me pongo la de los caballos, pero no pega ni con cola con la camisa levemente morada que llevo.
Como en el turco con Daniel y Alfonso, y les cuento mis cuitas: soy un hombre sin corbata que tiene un programa de televisión dentro de unas horas. Se lo toman a guasa, pero a mí me resulta un drama: Daniel me acompaña a comprar una, pero la única que me gusta cuesta 55 euros y me niego al dispendio. Vuelvo con Daniel a casa a buscar una camisa que haga juego con mi única corbata presentable. Por el camino hablamos de la tele.
Tres horas después estoy en el plató de 59 segundos en Telde, esperando que se haga la hora, y hablando con Juanma Bethencourt sobre cine político USA. Coincidimos con frecuencia en el programa y exorcizamos la espera hablando de intereses comunes: a veces las andanzas del paulinato, a veces los disparates de ‘El Día’, con frecuencia cuestiones de política internacional, en las que nos es más fácil ponernos de acuerdo. En La 2 pasan a esa hora un excelente programa sobre cine y derechos humanos, documentado con mucho cine de Hollywood. A los dos nos gusta el cine y nos entusiasman los detalles y complejidades de la política estadounidense. Presumimos en voz alta de películas vistas mientras maquillan a Fátima, que se ha cortado el pelo y está hoy aún más guapa. Sale a relucir la lista de las clásicas: ‘El mejor hombre’ de Franklin J. Schaffner, ‘Siete días de Mayo’ de Frankenheimer -recién estrenadas las dos en dvd-, y ‘Tempestad sobre Washington’, de Otto Preminguer, con Henry Fonda y Charles Laughton, para mí la mejor, y que Juanma no recuerda. Contraataca con otra que yo no he visto –ni recuerdo ahora- y lo dejamos en empate. Buscamos pelis comunes entre alguna más moderna: ‘Candidata al poder’, de Rod Luire y ‘Primary colors’, de Nichols.
Le comento que leí la novela en el 97, nada más publicarse en España. La devoré en sólo un par de días durante un viaje, avergonzado de estar mucho más pendiente del libro que del viaje. Fue escrita por Joe Klein, un columnista del Newsweek, aunque el libro se publicó durante varios años en todo el mundo de forma anónima. En realidad era una descripción teóricamente novelada -pero en su conjunto muy precisa- de las glorias y miserias de Bill Clinton, su mujer y su equipo, durante las primarias del 92 que le llevaron de la gobernación de Arkansas a la Presidencia. El libro se publicó por primera vez en Random House en el 96, cuando Clinton preparaba su segundo mandato, y Joe Klein prefirió -‘for it the flies’– no darse a conocer, aunque al final se supo que lo había escrito él.
Hablo de todo eso con Juanma y mientras lo hago repaso mental e inevitablemente el lugar que ocupaba el libro en la sección de literatura en lengua inglesa, primera estantería del pasillo, cuarto estante desde abajo. Recuerdo como si la viera la imagen de portada con el pollino demócrata sobre la bandera. No es la primera vez que me ocurre, desde luego, pero en esta ocasión me siento desvalido: creo que hubo una edición de bolsillo, pero estoy completamente seguro de que no volveré a tropezarme con él. No es un libro importante, pero disfrute muchísimo al leerlo. Si no hubiera ardido, es seguro que jamás habría deseado releerlo. Pero el valor emocional de los libros perdidos tiene mucho más que ver más con la pérdida que con los propios libros. Aparece poderosamente cada vez que hablas sobre uno de ellos o recuerdas lo que sentiste al leerlo. Y es más fuerte y angustiosa cuando sabes que no volverás a leerlo. Extrañas y mentirosas alquimias las de la posesión, que te hacen sentir dueño perenne del recuerdo de lo leído, vivido, sentido.
Ando disimulando para mis adentros esa disgresión, mientras incorporo nuevas películas a la charleta con Juanma, cuando nos llaman a escena para empezar el debate. Cada vez que habla Peytaví, casi como en un trance, la cara sonriente, cínica y regordeta del gobernador Jack Stanton se superpone a la suya y la fascinación por ese extraño fenómeno me impide atender lo que dice. Al menos, eso me sirve para no tener que replicarle…