21. Las fotos de Pao

Paola se enteró en Salamanca el mismo día, porque su madre es una lengüina y a pesar de mi insistencia en que no lo hiciera –o quizá precisamente por ello-, no logró contener las ganas de decírselo. A fin de cuentas todo había empezado en aquél enorme cuarto de baño forrado de madera que hace dos años decidimos convertir en su dormitorio. El desastre prendió al lado de su armario, y fueron sus cosas y su ropa las primeras en convertirse en humo. Al enterarse, Pao reaccionó con esa templanza adulta y vitalista que es su marca personal desde que era pendeja. Luego supimos por sus compañeras que después de la última conversación telefónica con su madre, al quedarse sola en su piso de estudiante, los nervios las vencieron y no pudo dormir. Al día siguiente tenía una práctica del carné de conducir (lo sacó anteayer, a la primera) y casi atropella a una vieja. Pero el ansia le duró muy poco. Apenas dos días después del incendio me mandó por e-mail un poemario escrito por un amigo suyo de Salamanca. Fue el primer texto que leí tras el desastre y tuvo un efecto balsámico: confieso que me sorprendió el estilo y la fuerza de los versos, extraños a un escritor tan joven. Se lo mandé inmediatamente a Pili para que haga una valoración a ver si podemos publicarlo en una de las colecciones de autores noveles de Idea…

En fin, que Paola me mandó los poemas de amor de su amigo, y esta tarde llega por fin desde Salamanca, y mañana irá probablemente a casa a ver lo no queda de su habitación, ahora que la cuadrilla ha empezado a tirar los tabiques y a destripar lo que queda de los pisos de madera. Imagino su expresión de pasmo, porque no es lo mismo escuchar lo que ha pasado que verlo, e imagino su decepción al comprobar que todas las cosas que dejó aquí al irse a estudiar Derecho ya no están: su ropa, sus zapatos, sus libros, sus cd’s…

Del pequeño universo nómada que encerraba su habitación solo resistió una lata de los almacenes Harrowds con un centenar y pico de fotografías de su infancia y juventud. Un verdadero tesoro: la lata estaba dentro de un exótico armarito tibetano con dos dragones de fuego pintados en las puertas, que su madre y yo habíamos comprado en una tienda de muebles orientales algunos meses antes. El fuego que arrasó su habitación y calcinó hasta el último rincón decidió no traspasar aquellas puertas tan bien protegidas. En la mitología china, los dragones son los guardianes del fuego. Y debe ser cierto, porque el incendio respetó lo que los mushu cuidaban. Piyi abrió la caja de fotos nada más verla, y se desahogó un rato mirando los retratos de su hija niña, de su hija joven, de los amigos y amigas de su hija, los ligues, las fiestas, los amores… Piyi dedicó las preceptivas lágrimas de nostalgia maternal al asunto. Probablemente eran lágrimas felices: pocas cosas materiales tienen al final tanta importancia como la fijación en papel de nuestros recuerdos.  Dentro de un rato, cuando Paola llegue a Los Rodeos, sabrá que todas sus fotos se salvaron porque dos diligentes dragones de fuego hicieron su tarea. Todas las catástrofes, las grandes y las pequeñas –como esta- revelan su imposible milagro. Nuestro incendio fue también magnánimo: nos premió graciosamente preservando para mañana la memoria muy cercana de una vida en plenitud.