Los primeros días nos instalamos en la casa de Piyi, dónde ahora viven sus padres cuando no están en La Palma. Hasta allí nos mudamos con poco ruido y menos maletas y con la incierta expectativa de que la provisionalidad sólo durase unos días. Cuando empezó a irse el humo, comprendimos que sería mucho más que días. Entonces, como siempre, hubo tiempo para un encendido debate familiar: los tres Pomares mayores –Pili, May y yo- acariciábamos la idea de montar una jaima en medio de la casa devasta e iniciar la reconstrucción del desastre desde dentro: esforzado y estúpido, como casi todas las grandes decisiones heroicas del clan. Piyi no permitió siquiera discutir el asunto: “nos hace falta una casa”, dijo. “Una casa”. Y es verdad. Porque la nuestra ya no es exactamente eso.
El primer sábado, después de unos días de búsqueda infructuosa e interminables discusiones, subimos a El Sauzal, a comprobar el estado de la casa alquilada. Los inquilinos la habían dejado apenas unos días antes, y todo estaba en perfecto orden, pero húmedo y completamente vacío. En la entrada picoteaban un gallo y su corte de gallinas: muy campestre, casi bucólico, pero imposible vivir allí. Para poder hacerlo tendríamos que montar y amueblar una casa enorme, tan grande como la que dejamos; y preparar un complicado sistema para llevar a Manuel al cole y traer y llevar a las niñas los fines de semana, sin alejarlas del Club, el frontón y los amigos. Y yo no conduzco, no he sabido nunca. Demasiado lío.
A la vuelta de El Sauzal, con esa incierta sensación de alivio que produce haber desechado una opción complicada, paramos en el Colón-Rambla, un aparthotel justo frente al colegio de Manuel, a preguntar precios. El recepcionista nos dio una tarifa indicativa que nos pareció más que aceptable para el seguro. Visitamos todos los apartamentos libres, de una y de dos y hasta de tres habitaciones. Ya conformados a unas largas vacaciones en el centro de Santa Cruz, costeadas a regañadientes por el seguro y con desayuno incluido, bajamos nuevamente a recepción para ajustar el precio. Y fue nuestro gozo en un pozo: consultado el dueño, la factura se multiplicaba por tres. Nos fuimos de allí bastante escamados, y estábamos ya en el coche, camino de nuestra monótona y diaria ración de atún con mandarinas, cuando sonó el teléfono y era Daniel, a preguntar cómo nos iba todo. “Fatal”, le dije, y luego le conté el trasiego frustrante de esa intensa mañana. No hizo ningún comentario, pero nos ofreció inmediatamente su piso en Galcerán, el que compraron hace veinte años y del que se mudaron hace dos. No me dejó ni hablar de dinero. Daniel y Berta son así, gente generosa, entregada y siempre dispuesta a batirse el cobre por los demás. Su amistad ha sido la inversión más rentable y segura que he hecho en toda mi vida.
Hoy escribo desde su piso frente al antiguo hospital militar: desde el balcón se ve el edificio que el Cabildo esta convirtiendo hace años en una residencia de ancianos. No se escucha mucho ruido de las obras, porque Ricardo Melchior ha invitado a almorzar a los periodistas en el antiguo hospital y los obreros han parado de trabajar hasta que se acabe el ágape. Desde el balcón de nuestra pequeña casa de ahora se ven los árboles de la Plaza Militar, y las flores de pascua en los parterres de Galcerán que anuncian que la Navidad está aquí. Llegamos hace tan sólo un par de días y Piyi pudo por fin enramar el árbol con Manuel. Eso era lo que más le urgía. Luce el árbol sus luminarias y brillores en una esquina, decorado con papanoeles de lana y bolas de colores, mudo testigo peripatético del compromiso de los adultos con la inocencia ilusionada de los niños. Pero mi enano es insaciable: le contó que ha puesto su árbol a las monjas y ha vuelto hoy del colegio bien aleccionado y pidiendo que también montemos el belén…
Pues eso, que habrá que hacerlo.
Que estamos ya en casa y todo va bien.