Pili me manda la foto: ayer nos quedamos los dos fascinados mirando desde la ventana como la cuadrilla llena metódicamente el camión en apenas unos instantes con un cargamento de hojas tostadas. Han instalado un tubo articulado para hacer el desescombro, que baja desde la ventana del que era el cuarto de Manuel. Son seis o siete conos de plástico negro, cortados y enhebrados unos con otros, directamente desde el viejo orden al caos de ahora, de las librerías clasificadas por lenguas (lengua española, lengua inglesa, francesa, italiana, portuguesa, alemana, rusa, literatura en lenguas nórdicas, literatura húngara, polaca, latín, griego, lenguas orientales, otras lenguas e inclasificables perfectamente clasificados…) hasta la caja volquete del camión, dónde los libros llegan ya despanzurrados y desechos, los lomos reventados y los cuadernillos reducidos a hojas, mezclados con las tablas quemadas, jirones de ropas y restos de juguetes chamuscados…
Resulta hipnótico ver cómo los obreros descargan sin parar toneladas y toneladas de papel por el tubo articulado. Me sorprende descubrir que lo hacen con un método implacable, repetido en movimientos cortos y en cadena, que lleva el cargamento con ayuda de azadas, arrastrando los quintales de pulpa desecha y mezclada con el yeso de las paredes, desde los otros cuartos y desde el pasillo hasta el centro del cuarto de Manuel. Allí, con ayuda de palas, cargan el papel en cubos, con ritmo preciso y movimientos seguros y lo sueltan por el agujero. Un agujero negro que atrae sin remedio las páginas argamasadas con el detrito de la ruina hasta el universo lazareto y sin posible retorno de algún Punto Limpio.
Trabaja la cuadrilla con brío y en silencio, con un respeto asombroso y perfectamente medido, que aún no logro saber sí por los pobres libros o por su pobre dueño, no sé si al desastre de una casa incendiada o al desastre de esta biblioteca perdida para siempre. Me da igual saberlo: hay algo muy digno y cortés, algo lejanamente familiar en el ajetreo silencioso de estos cuatro obreros, en su afán apresurado por hacer desaparecer los restos de este apocalíptico deicidio. Incluso cuando paran para tomarse el bocadillo, los obreros se alejan respetuosamente de los libros y salen al jardín, como si sintieran que no es adecuado masticar y trasegar en presencia de tanto saber difunto…
Y es entonces cuando identifico con pasmo y certeza de qué va toda esta formalidad, esta corrección solemne y discretamente afectuosa: mis obreros se mueven por los restos de la casa como si asistieran a un entierro. Un entierro especial y discreto (como de fosa común), en el que ellos son los enterradores, pero también los oficiantes y el único público doliente. Porque nadie, ni siquiera yo, despide con honor al muerto.